sábado, 5 de diciembre de 2009

"Si me llama, dile que no estoy" - cuento corto

Sonaba el teléfono cada vez con más tino pero el que estaba sentado detrás del mostrador del ministerio decía: “dile que no estoy”. Así era siempre, “si me llama ese compadrito, dile que no estoy”. Resulta que ya nadie quería hablar con esta persona que llamaba siempre al ministerio a cualquier hora y en toda circunstancia, con todo y que nadie quería hablar con él.
Tiempo atrás había llegado a ser el personaje de la política local más solicitado por todos aquellos que querían hacer algún negocio. Era como un haz de espada, servía para todo y todos querían hablar de business con él. Pero los tiempos habían cambiado y la ciudad ya no era lo que solía ser. Ahora, ya que las cosas no marchaban del todo OK para el ex del poder, tenía que recurrir a todos aquellos que le debían favores y ver si en una de esas se dignaban a poner el pongo. Por eso llamaba todo el tiempo a este ministerio en particular, para ver si le pagaban de una vez por todas.
“No, dile que no estoy”, le dice el interventor a su secretaria. Rubia, de ojos celestes, nariz respingada, piernas largas, pechos abultados, es decir, elegancia por doquier y una voz melosa la de la secretaría. Esa era la persona que levantaba el tubo del teléfono del ministerio y repetía, “no, el señor no está”. Siempre era igual: “dile que no estoy” y “el señor no está”, así nomás.
¿Por qué no querían atender al ex del poder si tantos business había ayudado a armar? Justamente, porque este desparpajo de la escena pública local, con mirada bizca y traje arrugado incluido, por decirlo de una forma decorosa, la había cagado muchas veces y ya nadie quería tener nada que ver con él, ni siquiera una conversación telefónica. Mucho menos un café. Además, se trataba del ministerio encargado de la inteligencia y el espionaje local; ¿cómo lo iban a atender, justamente ahí, si era uno de los que estaba en la lista negra?
En una ocasión, una rareza de la eventualidad temporal del espacio, eso que la metafísica no puede terminar de conmensurar, la llamada al ministerio se hacía desde un “número de línea blanca”, es decir, de un número amigo. Quién sabe cómo, pero este desparpajo ex del poder, contacto de por medio, consiguió que le pagaran una favorcito, un favor pequeño, casi insignificante, y el muchacho encargado de pinchar números telefónicos de la Guía Amarilla le pagó lo que le debía –una noche de fulgor y alcohol con una morena pulposa del Ecuador.
Así, el llamado se hizo desde un número permitido, un número que se utilizaba por el ministerio de inteligencia para hacer llamadas internas sin ser rastreados por nadie. “Señor, lo llaman de la unidad de tareas”. “Está bien chocolatito blanco, pásemela”. Todo era normal, nada raro en una llamada más de los muchachos de tareas especiales.
“Diga”, dice el interventor que se disponía a escuchar. “Mira hijo de la canción, o me pagas y me dejas de perseguir o te va ir de la reverenda hamburguesa con queso”, dijo la voz en el teléfono que para nada sonaba a uno de los muchachos de tareas especiales. “Ah, eres tú; mira, voy a hacer que no te escuché y que no me llamaste de un número seguro, voy a hacer todo esto, cabrón, porque qué flojera molestarme contigo, pedazo de puñal amarrado”, dijo firme el interventor, quien hablaba por primera vez con el ex del poder después de mucho tiempo.
El interventor colgó el teléfono y dejó mudo al ex del poder. Resulta que el ex no era muy calmo que digamos, no podía mantener la compostura y pensar detenidamente qué favores cobrar y cuáles dejar pasar. Por eso, con esas llamadas y todos los “dile que no estoy”, en lugar de entender las entrelíneas, insistió y perdió. Ahora el que debía un favor era el ex del poder, que según lo que el interventor le dijo, él le debía el favor de no mandarlo a matar al interventor y no todo al revés. Ahora que el ex no era nadie salvo un molesto, todos sus favores a la inteligencia no valían ni un peso partido al medio. O sea, en lugar de cobrar sus favores, el ex tuvo que dejar de cobrarlos porque si no el que la iba a cobrar era él. Es decir, ahora él debía el favor de que no lo maten; moraleja: no somos nada.
¿Se entiende lo que las monedas usadas para hablar por teléfono público sacaron de conclusión de esta situación tantas veces repetida en la historia universal del ajedrez?

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