domingo, 27 de septiembre de 2009

Juicio y Venganza - La Operación Traviatta Apócrifa

Después de las vacaciones, cumpleaños y demás tiempo sin noticia, Las Monedas siguen con una historia apócrifa argentina de los años setentas.

Juicio y venganza


El 27 de septiembre de 1973, exactamente un lunes, los tribunales de Comodoro Py se veían mucho más convulsionados que de costumbre. Y por lejos. Era la mañana en que se iniciaba el juicio contra los que solamente dos días atrás habían intentado asesinar a José Ignacio Rucci, “el Petiso” para algunos, el líder de la CGT de Perón para todos. Resulta que Rucci era buscado por sus enemigos. Se la tenían jurada y él lo sabía. Pero lo que Rucci no sabía, es más, no tenía ni la más pálida idea, era cuál de todos sus enemigos se la iba a embocar.
Los días que Rucci había pasado desde el regreso de Perón, pasando por Ezeiza y la Richeri, habían sido pura lata. Sabía que alguien se la iba a dar por la espalda, seguramente cuando la noche no dejara ver quién sí o quién no pudiese traer un fierro bajo el saco y chau. “La tenés jurada”, le decían en la especie de bunker blindado que los compañeros de la CGT le habían arreglado allí en el edificio de la central obrera oficial. Tenía miedo de salir a la calle para ir a su nueva casa, con todo y que le encantaba manejar su Torino V8 rojo. Además, para empeorar la historia, Rucci sabía que algo adentro suyo se estaba rompiendo, que ya las cosas no llegarían a ser como antes de romper la virginidad, que estaba rompiendo un mandamiento de la Biblia, de Dios o alguien superior. Se sentía mal.
¿Qué pasaba? ¿Por qué Rucci se sentía tan mal? ¿Qué le corroía la entraña al cortito, en estatura, Secretario General de la versión de CGT más leal a Perón? Una moneda de diez centavos que Rucci traía en el bolsillo de su pantalón lo sabía, y se lo había escuchado decir al “Chino” Corea: “El Petiso está como loco, ¿viste?, rabioso con él mismo. Con los demás también, y a mí ni te digo como me trae”. Y es que no estaba cumpliendo con una de las máximas verdades que un buen peronista tiene que seguir: de casa al trabajo y del trabajo a casa. Algo así como bajito y cooperando…
Así, aquella última semana de septiembre de 1973 estaba siendo pesada para Rucci, la CGT, la Argentina y todo aquel que andaba en las de conducir los designios de la patria. No era para menos, Perón había vuelto y el cuero le daba para ser presidente de todos los argentinos otra vez. Sin embargo, al decir de los monos que hacían de guardaespaldas improvisados pero bien armados de Rucci, éste estaba recaliente. No sólo estaba violando una de las verdades escritas por el mismo General Perón, sino que estaba, según él, entorpeciendo el camino de la “patria peronista”. “Hay muchos que me quieren muerto, hay mucho quilombo; y la reconcha de la lora con estos zurdos y traidores que me quieren muerto a mí y al General”, decía él a toda voz. “No te calentés, José”, le decían sus muchachos, que ya no aguantaban tantas horas hablando de lo mismo. Ni se diga del olor a pólvora, sudor, humedad y la condensación del aire en una habitación de cuatro por cuatro sin ventanas. Lo único que había para hacer era jugar al truco, mirar las noticias, tomar mate y escuchar unos tanguitos; pavada de combo triple con alto condimento intelectual el que se tragaban estos jóvenes ilustres de la CGT.
Y es que, en esos días del regreso de Perón, los diferentes grupos políticos, guerrilleros, militares y de apriete estaban muy movidos y no había tiempo para los libros. Una persona como José Ignacio Rucci, por ejemplo, además de que no podía andar muy suelto que digamos, no le interesaba leer.
Pero volvamos al punto. Lo querían matar y por eso no podía salir del bunker de la CGT. Hasta que se cansó y salió. Fue el día que fue a votar la fórmula Perón-Perón, el 23 de septiembre más famoso de la historia argentina, el día que Perón ganó las elecciones contra Balbín. Ese día, dos gigantes de la política argentina de los últimos treinta años se encontraban cara a cara, mano a mano, para que uno de los dos gane por goleada y al otro no le quede más que levantar las manos y aplaudir humildemente de caras a su público. Para entonces lejos estaba Cámpora y el FREJULI, ahora le tocaba al que realmente mandaba en ese desaguisado de país.
Entonces Rucci fue a votar, de ahí a la CGT y después a su casa recién comprada; “aunque un ‘PH’ no es la gran cosa, ahí en Avellaneda entre Nazca y Argerich está la casa más peronista de todas”, decía orgulloso Rucci. Y se corregía, “bueno, más bien después de la ques está en Gaspar Campos”. En fin, Rucci salió de la CGT y se dio una vuelta por su casa.
En una de esas pocas idas y venidas que hizo Rucci a su nueva casa del barrio de Floresta, como éste nunca fue un barrio muy iluminado y muchas cosas han pasado sin que nadie las haya visto, cuando en la noche del 24 de septiembre José Rucci salió a la esquina a comprar unas pizzas, seguido por ocho guaruras con caños largos y cortos, unos tipos armados que no eran sus guardaespaldas también lo seguían. Nadie se dio cuenta o prestó atención, porque los tipos venían hablando de unas chicas y de invitarlas al departamento para enfiestar entre los cuatro cuando, sin dejar pista, desaparecieron y entraron al departamento que estaba en frente a la puerta de la casa chorizo de Rucci. Así que nadie se dio cuenta de que los dos salamines no eran mortadela, y en realidad los estaban siguiendo para saber dónde vivía exactamente José Rucci, a qué hora volvía y se iba de su casa y cuántos guarros llevaba consigo cada vez que se lo veía por el barrio. Entonces, los dos que supuestamente no tenían nada que ver, aunque eran un par de montoneros de cuarta o quinta, sabían muy bien hacerse los boludos, pinchar teléfonos y mirar por el catalejo.
Con los acontecimientos del 23 recién salidos del horno, el día después Rucci fue a la CGT, habló por teléfono con Lorenzo Miguel, Isabel y López Rega, fue a Gaspar Campos a ver a Perón y compañía, volvió a su casa a tomarse unos mates con su mujer y, ya que estaba de paso, ver cómo iba quedando la parrilla que unos albañiles paraguayos le estaban terminando hacía unos días atrás. Rucci nada más quería que la parrilla estuviese terminada para el 26; “pasado mañana, muchachos”, como les explicaba Rucci a los albañiles paraguayos que no entendían muy bien sus palabras. Pero a Rucci eso no le importaba, él la quería terminada en dos días porque su hijo cumplía años y quería hacerle una fiestita con un asado de aquellos. Pero no se pudo quedar mucho más y tuvo que volverse a ir a la CGT. Así, los dos montoneros que estaban en el departamento noveno B del edificio de enfrente sabían de todos los movimientos del “Petiso” Rucci. Es más, según informaron a Firmenich y Perdía, los dos mandos más picudos de Montoneros, “mañana va a darse una vuelta al mediodía para ver si los albañiles terminan para pasado la parrilla del patio de su casa”.
Efectivamente, el 25 de septiembre a las once y media de la mañana llegó Rucci a su casa acompañado de doce guardias en tres Torinos cupé. A las doce del mediodía, la puerta de la casa chorizo se abre y salen los guardas con los rifles apuntando para adelante. Mientras se suben a los coches Rucci le dice al “Chino” Corea, que se veía muy desmejorado después de una noche de puterío y whisky nacional: “¡No seas gil, Chino! ¡Vos andá atrás que yo voy adelante, pedazo de salamín con queso!”
Esas pudieron ser las últimas palabras del líder más peronistas que la CGT alguna vez soñara, porque una fracción de segundo después una ráfaga de balas sorprende a Rucci y la docena de mamotretos que traía de guardias. Parecía que las balas venían de todos lados, pero caían precisamente del noveno piso del edificio de enfrente; sin embargo, los muchachos de Rucci no veían nada, porque al igual que éste aplicaron el famoso “cuerpo a tierra” de las brigadas rojas en Camboya. Entre tanto tiroteo, mientras rodaban como larvas y se tapaban la cabeza con las manos, Rucci y sus muchachos más queridos lograron salvarse.
También cayeron un par de granadas, pero Rucci salió ileso del atentado, milagrosamente si se quiere, porque después de la conmoción inmediata el saldo eran cuatro bajas, las que estaban adentro del Torino adelante del que se iba a subir Rucci. Es decir, las últimas palabras de Rucci todavía no iban a escribirse y muchas malas palabras más iban a escucharse en las conferencias de prensa de la CGT.
El panorama de la avenida Avellaneda era impactante. Además del panorama compuesto por una amalgama que va dede judíos ortodoxos, bolivianos, peruanos y paraguayos, turcos, gitanos, chinos, coreanos, entre otros, el panorama del barrio tenía un coche explotado e incendiándose con cuatro cuerpos adentro, balazos por todas las paredes, los coches estacionados y los alrededores hechos un pedazo de Vietnam. Los vecinos que se agolparon instantáneamente a mirar toda la parafernalia, y para las doce y cuarto del mediodía la zona era una de desastre total. Sin embargo, Rucci, para desgracia de los que habían planeado el atentado, ni se diga para los que lo habían ejecutado, estaba bien.
Su mujer Coca salió a la puerta de la casa inmediatamente después de escuchar los disparos. Esperaba ver lo peor y que su hijo además de sin parrilla se quedara sin padre. Pero se encontró con que Rucci estaba tirado debajo de su Torino, gritando grocerías en un intento histérico de reagrupar a los suyos. Después de un minuto, Coca entendió la euforia tan natural en su esposo ahora exacerbada al tope. Del otro lado, al margen del milagro que se acababa de presentar en persona en esas calles del barrio de Floresta, los montoneros habían fallado y ahora estos dos boludos que tan bien venían haciendo su tarea tenían que llamar al comando central de la organización para decirles que la habían cagado.
Horas después, mientras la policía y los bomberos estaban haciendo sus trabajos y tratando de normalizar la zona, en el edificio de enfrente los dos montoneros se querían matar. No sabían qué hacer. Acababan de llamar a Firmenich para decirle que le erraron y que Rucci estaba vivo, así que no querían estar vivos porque sabían que los demás montoneros le iban a cobrar muy caro haber fallado en esta misión crucial. Así fue. Las dos personas que ejecutaron la fallida “Operación Traviatta” se pegaron un tiro en la cabeza cada quien y prefirieron dejar las cosas así. Aunque en frente, en la calle, las cosas estaban acaloradas y Rucci más enojada y gritón que nunca, estos dos encontraron la paz.
El país entero se conmocionó y prendió al notición. Rucci estaba en todos los canales de televisión, en todas las radios y periódicos de circulación vespertina. Con lo recién acontecido, Perón puso al "Petiso" en lo más alto del peronismo; por ser sobreviviente de combate, ahora Rucci y sus muchachos iban a controlar el aparato entero, "guste a quien guste", como dijo el mismísimo General Perón. Si bien antes lo hacían, de ahora en más Rucci iba a ser el López Rega del sindicalismo, salvo que con con bigotes y una boca sucia más grande que un trasatlántico.
Mientras tanto, desde la sede de las 62 Organizaciones Peronistas, Lorenzo Miguel miraba por el canal 7 como el mismo Perón salía diciendo que si los compañeros no cantaban la posta y decían quién había intentado matar a José, “el más leal entre los leales, creo”, la mano se iba a poner pesada. Nadie entendió muy bien lo que quiso decir Perón, ni Lorenzo Miguel ni Firmenich, para poner los extremos del díscolo movimiento, pero las noticias decían que iba a haber un “Juicio de pena de muerte del Estado contra los Asesinos del General”, como se tituló en la carátula el caso.
Así las cosas, dos días después de la fallida "Operación Traviatta", en los pasillos de Comodoro Py, la sede de los tribunales donde estaba por comenzar el juicio de Rucci, los personajes del peronismo entero se vieron las caras. Parecía lo que algunos pueden llamar “una bolsa de gatos”, pero ahí estaba toda la familia: los más jóvenes y revoltosos y los más viejos y verdes, toda la banda. Y la verdad que no mostraban llevarse bien, al tiempo que una que otra puteada y cantito provocador se escuchaba. Ahí estaban, y del pasillo entraron al salón del jurado.
De un lado estaba Rucci con Perón y del otro estaban los altos mandos de Montoneros, las 62, el ERP y otros caciques del conurbano bonaerense que estaban siendo acusados. El juez, que era mujer, era la misma jueza que había juzgado a los Montoneros en el juicio contra Aramburu, o sea, no se esperaba mucho del juicio. Aquí parte de la desgravación del juicio:

JUEZA: Puede preguntarle la defensa al acusado.
RUCCI: Sí, gracias. Dale no te hagás el sota, Lorenzo. Soltá la papa y no hagás esto más largo de lo que ya es. Vos estabas al tanto de todo esto, no me digas que no.
LORENZO MIGUEL: Pero de qué carajo me hablás Petiso. ¿Por qué no te dejás un poquitito de romper las pelotas…
JUEZA: ¡Orden! ¡Orden en la sala!
RUCCI: ¡Qué puteás, la reconcha de tu madre, puto, forro, mal parido; ¿no ves que te estoy preguntando bien, la reputa madre que te re mil parió?! Su Señoría, ¡¿por qué no le pregunta usted a este pelotudo por qué me quiere matar?!
LORENZO MIGUEL: Pero, qué hacés tarado… Yo no tuve nada que ver, mogólico. Los que te tienen entre ceja y ceja son los pendejos de los Montoneros. ¿Que no ves?
JUEZA: ¡Orden! ¡¡Orden!! Por favor, hay gente mayor aquí, cuiden el vocabulario los presentes.
RUCCI: Ya ves lo que pasa, pelotudo, si no hablás me hacés decir malas palabras.
JUEZA: ¿Eso es todo, señor Miguel?
LORENZO MIGUEL: Sí su seloría.
JUEZA: Bueno, entonces que pase el segundo acusado.
RUCCI: A ver pibe, ¡no me hagás romperte el orto a patadas y decime si me querés matar o no!
FIRMENICH: Señoría, yo con gente así no hablo.
GENERAL PERÓN: ¡Eh, pibe, aflojá!
JUEZA: General, por favor, silencio y déjeme de estar guiñando el ojo… Prosiga señor Rucci.
RUCCI: Mirá pibe, más vale que te hinques y me chupes bien la pija porque sino vas a ver cómo te rompo bien el culo!
FIRMENICH: Ay dios... nosotros en realidad no fuimos, pero tampoco puedo decir que no lo queremos matar... La verdad es que yo no sé nada.

Así la historia, nadie supo a ciencia cierta quién quiso matar a Rucci o, más bien, si Montoneros tuvo algo que ver o no con la "Operación Traviatta". Murió Perón y el tiempo pasó, pero nada pudo borrar la alianza maligna y resentida de Rucci, López Rega, Isabel, Videla, Massera y compañía. La historia quiso que nadie comprobase la autoria montonera de la “Operación Traviata” y así, como no se juzgó ni supo la verdad, el país entró en un caos fatal de hambre y violencia por doquier.