martes, 2 de diciembre de 2008

Monedas contrafácticas presentan: un cuento corto de historia


Qué hubiese pasado en Puebla si…

¿Cómo? ¿Cuándo? ¡¿Por qué?!
Quizá estas tres expresiones son las más escuchadas a la hora de la intriga, la duda o el café italiano con curiosidad expresa doble entre amigas angelopolitanas. Sin distingos entre sucesos díscolos y eventos pomposos de ningún tipo, dichos vocablos del idioma castellano a veces traen un kilo de tortillas de maíz criollo bajo el brazo o, hablando en términos más convencionales, una leyenda contrafactual con una incógnita perpetua y un chisme que comienza con la frase: “qué hubiese pasado si…”. Y sí, por qué negarlo, esas historias de dudosa procedencia que plantean un inexplicable universo alterno, ultimadamente, son parte del inconsciente colectivo, de las charlas en cantinas, de la lengua popular que para hablar necesita tomar y de las divergencias que existen entre este tipo de cháchara supuestamente histórica con la llamada versión oficial de la historia.
Entre cantinas y chismes apócrifos que sobrevivieron por aquello del beneficio de la duda, una anécdota de las fantásticas dijo presente cuando pasaban lista de las historias contrafácticas de la ciudad de Puebla. Esa historia que levantó la mano para no estar ausente es la del secuestro o presunto secuestro, “todo depende”, dijo la moneda regional poblana que me la contó, del señor William Oscar Jenkins. Allá por el año de 1919, en el llamado período revolucionario de la revolución zapatista en el centro y sur del país, a sólo cuatro años de que el gobierno provicional del maderista y después carranzista Francisco Coss (un general que más bien encabezaba una especie de gobierno constitucionalista en las zonas zapatistas recientemente ocupadas, es decir, las tierras colindantes de Tlaxcala, Puebla y Morelos) mandara a acuñar esta serie de monedas de cobre, se vino a presentar en Puebla una historia fuera de serie. Un suceso de escalas internacionales, con todo y lo paradójico que eso significaba para una nación que estaba todavía en veremos.
Cuando en Puebla todavía había un casino, calles de tierra y algunas adoquinadas, uno que otro zapatista y bandoleros por doquier, apareció el chisme vestido de información. Así es, a la par de aquel afamado período de la revolución en la que se acuñaban monedas regionales a falta de moneda nacional suficiente, el secuestro del millonario empresario estadounidense vino a ser como una historia ideal para conversaciones no sobre lo que pasó, sino sobre lo que hubiese pasado si la historia en Puebla hubiese sido otra. Conjeturas, si se puede decir así, que tanto beodos como monedas y numismáticos pueden compartir sobre la historia que pasó en aquella cantina del centro de Puebla, la misma noche que una banda de maleantes, según dijeron los titulares de los periódicos al día siguiente, secuestraran a Jenkins.
Y como estamos hablando de una historia representativa de las cantinas, no es la historia del extranjero que se dio el lujo de hacer realidad dos de los mitos más preciados del mercado (a saber: el del “self-made man” y el de que “nadie es profeta en su tierra”), la que más comúnmente se puede escuchar en ese tipo de establecimiento y en la boca de sus asiduos. No, no es la famosa historia del hombre que en 1902 contrajo nupcias con su novia Mary Street, luego llegó desde el sur profundo de los Estados Unidos hasta el centro de México sin un peso partido al medio, y para 1910 ya era uno de los empresarios textileros más ricos de todo el porfiriato, la que puede interesar por estos lares. Tampoco atañe la de Woolworth, el amigo inglés de Jenkins. Negativo: ninguna historia de esas puede conmover o aportarle lucidez a una charla entablada en una mesa desvelada.
Aunque la historia romántica de una mujer guapa y rubia como Mary Street Jenkins puede ser recreativa, el tipo de cuento que realmente le llama la atención a un transeúnte típico de una cantina, un bar o una licorería poblana, es una historia como la de Marcelino y el Licenciado Mestre, velador de la casona de los Jenkins y abogado de la familia, respectivamente.
La desventurada leyenda que relaciona a Marcelino con el licenciado Mestre y el secuestro de William Jenkins se remonta a octubre de 1919. Durante aquel maravilloso año las cosas en Puebla parecían normalizarse, después de una década bulliciosa llena de tejes político-militares y manejes de una dizque revolución que, en realidad, parecía un gatopardo más grande que el rancho La Magdalena. Sea como fuese, la cuestión de fondo era que la sociedad poblana estaba dividida y no precisamente por genética, cultura, dinero o ideología, sino que por un asunto más allá de todo lo conocido en la faz de la tierra poblana y mexicana de aquellos tiempos: la sucesión presidencial de 1920. De esto estaban prendidos todos, en especial la clientela de la licorería el Gallo de Oro, cita en la calle 5 Oriente al 605, en donde entre copas y copitas de pasita nadie se perdía un chisme referente al dedo índice derecho de Venustiano Carranza. Era como una casa de apuestas o, hablando en criollo, un palenque.
Por entonces, cuando no pasó lo que hubiese pasado, en las diez cuadras a la redonda que formaban la ciudad de Puebla no era muy común encontrar un habitué del Casino Español que ingresara a un reducto como la cantina Gallo de Oro. Quizá, en una de esas, la única excepción a tal regla podía provenir de personas como Marcelino y el Licenciado Eduardo Mestre, “Edu” para sus amigos. Personas hechas para conocer lugares que desde sus inicios se perfilaban para ser lo que hoy se conoce como botaneros culturales.
El primero era un hombre como cualquier otro de la clase trabajadora agremiada al dizque sindicato del personal de seguridad privada, gente muy requerida por los poblanos de la alta sociedad que necesitaban a un “poli” en la puerta de su casa, porque los bandoleros zapatistas estaban rudos. El otro era un abogado proveniente de Tabasco que, aunque ni sus facultades físicas ni mentales lo hacían un arquetipo de la alcurnia poblana, estaba casado con la hija del por-siempre-gobernador del estado durante el porfiriato, Mucio Martínez, por lo que digamos mal parado no estaba.
¿Cómo se encontraron? Pregunta tan poderosas para la física y la teoría del átomo no puede responderse sólo por asares del licor de pasita, el queso panela y las pasas de uva a granel. Pero, parece, según esta moneda poblana de 1915 que hace las de máquina del tiempo, la entelequia respondió.
–Me cae que si me tomo otra pasita ya no llego al trabajo, balbuceó Marcelino, el cuerpo de seguridad privada número cero a la izquierda.
Como cualquier hijo de buen vecino, Marcelino podía prescindir de muchas cosas pero no del gusto de pasar los días de la manera más amena posible. Por eso, todos los mediodías antes de entrar al trabajo para estar sentado y cabeceando por veinte horas en el sombrío portón de la casa de los Jenkins, se lo podía encontrar en el Gallo de Oro, el antro de un viejo amigo suyo, Emilio Contreras, que hacía un licor de pasita exquisito.
–Otra que el ponche de los güeros, se carcajearon por ahí cuando Marcelino dijo lo anterior. Nadie lo quiso creer nunca, pero justo cuando estos otros dos camaradas dijeron “güeros”, cayó un camaleón moreno. Resulta que el licenciado Eduardo Mestre buscaba a Marcelino, el “poli” de “don Guillo”, como le decía “Edu” a Jenkins y al velador de la casa.
–¡Marcelino!, te mandan a llamar urgente, parece que secuestraron al señor Jenkins: ¡y tú no estabas ahí cabrón! Con una mirada díscola y si hubiesen voces saborizadas con una voz pasada de uva seca, Marcelino trató de exculpar su retraso al trabajo.
–No ya se... y con eso qué, balbuceó Marcelino antes de caerse de la periquera directo al piso.
Dicho sea de paso, el evento fue muy paradójico porque más allá de que habían secuestrado al jefe de ambos y que eso tenía enormes repercusiones individuales, nacionales e internacionales, es decir, repercusiones de todo tipo, el asunto allí era otro: que una persona licenciada, por más fea que fuera, no entraba así como así a una cantina de no licenciados y encima traía un dato de tal semblanza bajo la manga. Es decir, Edu estaba un poco fuera de foco cuando Marcelino juntó los ojos para darse cuenta que efectivamente no había llegado a trabajar y que, en una de esas, el Chato y el Gordo Jacinto al final sí hablaban en serio las otras noches que pedían pasitas como para tumbar un regimiento entero del ejercito carranzista. Además, la cuestión ahí también era que quién se creía el licenciado éste, empleado de otro extranjero más de la elite, como para traer el cuento tal vez más caliente de la eternidad. Ni hablar de que con eso el licenciado Mestre le estaba denegando bruta primicia a un cliente fiel y amigo del Gallo de Oro como, por ejemplo, Marcelino el sereno.
Lo que sucedió ese atardecer de octubre de 1919, entonces, fue todo un suceso de la joven historia poblana. Porque con el secuestro del empresario estadounidense, por el descuido inducido por la manía que Marcelino tenía de ir al Gallo de Oro a tomarse quizá 100 de esas que vendía su cuate don Emilio y así ver si le salía gratis el vermouth, Puebla entera estaba frente a un embarazoso evento para la sucesión presidencial. Peor aún: ¡un altercado con los Estados Unidos! Por supuesto, y como la cultura del chisme no llegó de un día para el otro a ser parte de la historia, al ser la ciudad de Puebla el centro del huracán, en esos días todo mundo andaba por ahí creando rumores y trascendidos de todo tipo y alcance sobre el tema.
Se rumoreó, aunque sólo quedó justamente en eso, en un rumor, que los obregonistas de Puebla habían secuestrado a Jenkins para demostrar que los carranzistas no podían manejar a un puñado de bandoleros y, mucho menos, darle el trato adecuado a los capitalistas gringos, españoles y franceses que llegaban a la ciudad de Puebla para poner fábricas de telas y hacer el “sueño americano” pero en México. En fin, para no hacer de un cuento corto uno largo, durante esos días de mediados de octubre de 1919 se dijo de todo en Puebla, pero nadie sabía nada de lo que hablaba: con lo cual, los chismes en masa se hicieron presentes por primera vez en la historia poblana del siglo XX.
Por ejemplo, en una tertulia de socios del Casino Español que no simpatizaban con Mister William, se afirmó que lo del secuestro era una artimaña de los Jenkins para juntar dinero a fines de no quedarse en la banca rota. Otros, pero en un bar cercano a la Universidad de Puebla, decían que se trataba de una engatusada más del gobernador Cabrera para cobrarse una eterna bronca familiar con su hermano el licenciado Luís Cabrera, que por entonces era el favorito entre los favoritos de Carranza para quedarse con la presidencia el año entrante y no pelaba a su hermano menor. Pero como los estudiantes eran degradados a revoltosos y más de una vez les dieron sus palazos por andar chismeando o conspirando, según algunos, una vez frente a la universidad contra el gobernador electo, nadie les hacía caso. En fin, tanto se analizó en las mesas de las cantinas y salones del centro de la ciudad, que el cúmulo de rumores sobre el secuestro de Jenkins logró confundir la cronología de los eventos, los rostros de los personajes y los parámetros para poder establecer qué evento vino primero y cuál llegó después. Invariablemente, se desvanecieron las pautas temporales para poder establecer quién podría haber sido culpable del rapto de William Jenkins, muchos menos dilucidar el por qué o el cómo.
Más allá de las razones del secuestro, los hechos históricos y los días que Mary Street buscó a como de lugar pagar lo menos posible para liberar a su esposo, cuando las explicaciones y suposiciones póstumas al evento empezaron a florecer en La Pasita, otrora El Gallo de Oro, tenía que aparecer la historia contrafáctica, a través de una moneda de 1915, para preguntarse que hubiese pasado si, por ejemplo, esa tarde Marcelino hubiese llegado a la casona de los Jenkins para trabajar. Tal vez no hubiese dejado a los perros atados lejos del jardín principal, las luces de la entrada apagadas, las velas en la gaveta y el portón de la casa abierto de par en par; si Marcelino hubiese llegado, seguramente que alguien hubiese sido testigo de los eventos, visto a sus participantes y contar exactamente qué pasó.
Si al menos alguien hubiese sido testigo... Pero Marcelino no llegó y nadie vio ni hizo nada. Evidentemente que la historia hubiese sido otra si alguien hubiese estado haciendo su trabajo en la garita de la puerta de la casa de los Jenkins. Se hubiese podido frenar el alud de rumores y suposiciones de todo tipo que se crearon alrededor del secuestro de William Jenkins, los cuales fueron el punta pié inicial de una cultura típica basada en el chisme y en la historia de café, la cual se acuarteló en Puebla desde aquel momento.
Obviamente, nada de esto puede ser verdad, ya que la regla número uno de los cuentos contrafácticos es que la historia hubiese sido verdadera si… algo que no ocurrió hubiese pasado. Entonces, si una moneda antigua no pudiera hablar o si Marcelino hubiese llegado a chambear a la casa de Jenkins, la historia en Puebla sería otra. Pero no lo fue. ¿O sí?