Manoseando las monedas que tenía en su bolsillo, iba llegando a una escuela del barrio de Floresta para ser fiscal de mesa. A nadie le importaba, a menos que tenga que pasar todo el día allí, claro, que en esa escuela las obras de reparación no se habían terminado y que hacía un frío calamitoso. ¿Anotar gente que viene a votar y contar votos al final? Sí, de eso se trataba la historia en aquella histórica elección de 1973. Con el movimiento que se puede tener al venir en un bolsillo de una campera holgada, unas monedas de baja denominación estuvieron presentes en esa elección que terminó como todos saben: "ganó el pueblo" (Feinmann, 2009).
Así, con todo y todo lo que tiene que haber en un acto eleccionario presidencial de las características de las nombradas, se sucedieron muchas anomalías en esa escuela de la esquina de Mercedes y Juan Agustín García. Las más típicas sucedieron a las más innovadoras y raras, pero la que más monedas juntó a la hora del recuento de intentos de fraude fue la de un tipo parecido al soldado Cabral.
Fue a las 4 de la tarde, dos horas antes del cierre de las urnas. Llegó y encaró al fiscal friolento y le dijo, después de haber salido del cuarto oscuro: “che muñeco, anotame a mí y a veinte más”.
“¿Cómo que a mí y a veinte más? ¿De qué me está hablando señor?”, dijo el fiscal con la mirada impávida de la presidente de mesa (maestra la señora, ya acostumbrada a escuchar lo que se dice chiquilinadas, o boludeses dependiendo de la edad del que las dice). Como en esta oportunidad se trataba de un votante, es decir, alguien mayor de 18 años, y que además ya tenía un par de arrugas en el entrecejo, el fiscal rechazó el sobre con el voto de este personaje y le devolvió el documento sin sellar.
“Le impugno el voto señor; intento de fraude electoral o abusos a la moral”, sentenció la presidente de mesa. El hombre moreno se alejó sin chistar, cual santiagueño que llegó para trabajar y dormir siestas en la ciudad.
Sucedió que en esa ocasión se estaba dando un fenómeno que el castellano de la época no logró describir: “voto testimonial”, comentó una moneda de bronce de 50 centacos con La Libertad de Gaudi en la cara. Años después, con fraude o no, llegaron los “candidatos testimoniales” y, por lo tanto, se llegó a entender aquella ocurrencia que un hombre casi logra hacer pasar como un sufragio sin caer en el fraude. Es decir, emitir un voto común y corriente que en verdad vale más de lo que es. "Sería un voto que vendría valiendo uno por el que lo emite y otros tantos a nombre de quienes le encargaron el acto de votar porque los mismos no querían ir", diría después la moneda de aquel fiscal. ¿No es una pena, que no se reconozca las ocurrencias de algunos y las de otros sí?
Así, con todo y todo lo que tiene que haber en un acto eleccionario presidencial de las características de las nombradas, se sucedieron muchas anomalías en esa escuela de la esquina de Mercedes y Juan Agustín García. Las más típicas sucedieron a las más innovadoras y raras, pero la que más monedas juntó a la hora del recuento de intentos de fraude fue la de un tipo parecido al soldado Cabral.
Fue a las 4 de la tarde, dos horas antes del cierre de las urnas. Llegó y encaró al fiscal friolento y le dijo, después de haber salido del cuarto oscuro: “che muñeco, anotame a mí y a veinte más”.
“¿Cómo que a mí y a veinte más? ¿De qué me está hablando señor?”, dijo el fiscal con la mirada impávida de la presidente de mesa (maestra la señora, ya acostumbrada a escuchar lo que se dice chiquilinadas, o boludeses dependiendo de la edad del que las dice). Como en esta oportunidad se trataba de un votante, es decir, alguien mayor de 18 años, y que además ya tenía un par de arrugas en el entrecejo, el fiscal rechazó el sobre con el voto de este personaje y le devolvió el documento sin sellar.
“Le impugno el voto señor; intento de fraude electoral o abusos a la moral”, sentenció la presidente de mesa. El hombre moreno se alejó sin chistar, cual santiagueño que llegó para trabajar y dormir siestas en la ciudad.
Sucedió que en esa ocasión se estaba dando un fenómeno que el castellano de la época no logró describir: “voto testimonial”, comentó una moneda de bronce de 50 centacos con La Libertad de Gaudi en la cara. Años después, con fraude o no, llegaron los “candidatos testimoniales” y, por lo tanto, se llegó a entender aquella ocurrencia que un hombre casi logra hacer pasar como un sufragio sin caer en el fraude. Es decir, emitir un voto común y corriente que en verdad vale más de lo que es. "Sería un voto que vendría valiendo uno por el que lo emite y otros tantos a nombre de quienes le encargaron el acto de votar porque los mismos no querían ir", diría después la moneda de aquel fiscal. ¿No es una pena, que no se reconozca las ocurrencias de algunos y las de otros sí?
Historias (boludeses) de fiscales y votantes…
No hay comentarios:
Publicar un comentario